La luna azul, callada con su nuevo color, me miraba.
Quizás era su presunción, o esa melancolía amorosa que hace tanto tiempo no padezco, pero la prefería roja e imperfecta vibrando allá, a lo lejos, en la oscuridad de la noche, justo antes del suceso.
Pero bueno, era azul. Su luz se colaba entre las persianas de manera objetiva. No le importaba que su permanencia fuera etérea o le diera un tinte triste al "bip-bip-bip" de la máquina pegada a la cama.
El monitor mostraba la gráfica ya conocida gracias a los innumerables programas y películas de doctores y hospitales que hemos visto desde pequeños.
- Nunca he visto uno real. - Pensé. Y aún con el sonido conectado y percibiendo la atrevida luz azul por la ventana, seguía sin ser mentira. Son de esas cosas que sólo imaginas ver a través de una pantalla... y aún ahora que el consabido "bip-bip-bip" real, se hacía presente, yo no podía mirar el monitor.
En realidad la luna desentonaba azul. Como ella, el último día que la vi antes de que sonaran las llantas en el pavimento. El recuerdo es vago. Debía de serlo. La vida como la conocía se desvaneció en un parpadeo. Algo drástico debía de haber pasado si ahora la luz de la noche colándose en la ventana era terriblemente azul.
Yo recordaba una noche hermosa. La luna, roja, roja e imperfecta, como aquel dolor que yo traía.
La luna roja e imperfecta, el impacto y la nada.
La noche era hermosa entonces.
Hoy... es azul.