Te leo. Te leo y te odio. No. Me leo y lo odio a él, pero entonces llegan tus letras, y ellas me dicen, me echan en cara violentamente lo que él es y no es.
El amor que arrobó el alma como huracán, el enfermo talento que amé cegada... no era Dali, era Picasso. ¡Diantres! Te leo y enfurezco de mi perra suerte. Porque tuviste y escribes, eres de ella lo que yo fui en él. Y reconozco a mis iguales. ¡TE ODIO!
Te peno. Me alegra leer que tienes dueña. Y te envidio. Envidio el valor que tuviste al no cubrirte de letras para librar la osadía... Este poema... el cansar de invocarse es un problema... Inevitable, obtuso y certero.
¿Cómo pudo? Y te leo, y la furia recomienza. No es en ti, de ti, ni por ti. Pero tus letras existen y arrojan en mi cara el gélido aliento del él enterrado en la más profunda montaña de hielo. ¡Mírame! Me quejo de una montaña, como si entendiera sus profundidades.
Sólo mira hoy lo que me hacen tus palabras.
¡Me azotan impías sin dolor, sin tiempo, sin existencia posible!
¡Carajos, ni te conozco!
¿Cómo alguien como tú puede, pudo robarme lo que no fue mío?
Nunca lo entenderé. No intentes comprenderme.
No estoy loca... no me culpes...
sólo es duelo...
Él murió.
No volveré a leerlo jamás....
Amaba sus letras... las tuyas huelen a él...