Dicha lumbre...


"La presencia del genio en una obra rescata los defectos, rarezas e injusticias del hombre que los creó".


  César Aira .

Ella sufría en sus carnes esos defectos y hábitos, cuando menos,
inquietantes.

Él, sin quitar la mirada de la suya, entre fascinación y azoro, rodeaba con
un cigarro encendido el contorno del pezón, acercando ese azul naranja de
la brasa que a su vez, encendía y hacía brillar el seno, lo rozaba
débilmente, lo acercaba despacio presionando, lo hacía arder, frunciendo y
retorciendo esa colilla lumbre sobre la carne rosada y frágil. Antes,
tierna. Cuando menguaba ése azul naranja, volvía a succionar en el papel
arroz, avivaba el fuego para volver a posarlo sobre el otro seno
tembloroso.

Desde que se conocieron -ella casi niña- él manifestó “actitudes extrañas”.
Entonces, se penaba con cárcel tener relaciones sexuales con mujeres
menores de edad. A él le producía mucho morbo esconderla en  campamentos de
verano e ir a tener relaciones con ella rodeados de niñas de su edad.

Era también ella, por ejemplo, la única persona por quien se dejaba cortar
las uñas y el pelo. Tenía miedo de que eso, que había sido parte de sí
mismo y había pertenecido a su cuerpo, fuera utilizado para cualquier tipo
de brujería y le ordenaba guardar en bolsas plásticas etiquetadas con fecha.

Pero en ella, Olga, mujer de cabellera líquida, la persecución ponía alas a
sus sueños. La intrigaba.

Ella, bailarina rusa,  parecía aceptar su tiranía y desprecio, su
hostigamiento físico y mental. No sólo eso; llegaba a parecerle una dicha
calcinante. Le parecía dicha, le encendía a lo entrañable. No quería más
prisión que la cadena sucesiva de sus dientes.

Se sentía marcada para siempre por el carácter imprevisible, aunque cruel,
del pintor que le clavaba la mirada con sus grandes ojos y, en
ello,encontraba magia.

Él, que comparaba el ojo a un órgano sexual y que creía que la violación
ocular era infalible. Y lo era. Ella hallaba ternura en ese morbo. Se
pensaba masoquista, quizá en su ceguera, encontraba en el desprecio una
embriagadora y magnética forma del amor. Aún más, quizá el más espléndido
arrebato lírico posible.

Él, tirano y verdugo, obedecía a los fogonazos de la intuición en un
intento lúdico y desesperado a la vez. Vivía, como artista, ese camino a
oscuras que se ilumina de vez en cuando por alguna revelación, tan
peligrosa como propicia, que le permite ver, así sea por un segundo, el
paisaje a seguir…para volver de golpe, en acto seguido, a la más completa
oscuridad.



En su obsesión, la tenía encerrada y cuando salía y la dejaba en casa,
escondía los

zapatos para que no saliera en su ausencia.



                     Él respiraba el sueño erótico, sus luces lunares,
sus sombras.



En azul, volcaba los hijos luminosos de su realidad interior. Su obsesión
lo acompañó a lo largo de los años. Si acaso, sufrió alguna variación,
eraque iba a lo sofisticado.



Hombre más bien bajo de altura, regordete, a medias calvo, que exploraba
los límites de la sexualidad. No sólo quería satisfacer sus deseos
sexuales, sino elevarse, entregado a aquello que era prohibido. Unía trasgresión
y trascendencia. Descubría el sentimiento de violencia elemental que
inflama cada manifestación erótica. Por esencia, asumía el terreno del
erotismo como el de la violencia, la violación.



“Las mujeres son máquinas para sufrir” , su lema.



La pintó compulsivamente en retratos casi antropófagos. Era como exorcizar
sus sentimientos. Como aprehenderla a través de la pintura, poseerla hasta
el agotamiento y hacerle el amor hasta el hastío.



Un día embriagado a límite le confesó que, acostumbrado a sus rasgos, le
resultaría difícil domar la mano para expresar las facciones de la que
sería su nueva amante.

Un afán ilimitado por experimentar, no sólo con la pintura, sino también
con lo humano y qué mejor, si tenía formas de mujer.

Aún enamorado, no podía limitarse a ella, seguía buscando reconocimiento en
brazos de otras. Miedo a atarse demasiado a una sola mujer. Quizá por eso,
aún mecido de bienestar, usaba la brutalidad como fórmula para combatir
aquello que más amaba.

La recreaba para luego, convertido el pincel en arma mortal, irla
denigrando, destruyendo a la par que iba desapareciendo de su pensamiento,
de su deseo y  su pintura.

El rostro femenino se desfiguraba distorsionándose, incluso se rompía, a
medida que la relación se prolongaba y comenzaba a agotarse. Si la relación
se deterioraba, la imagen lo mismo; dejaba de ser digna de mirarse con
asombro para ser vista con estupor, con cierto tormento y repugnancia.

Ella no acertaba a definir si lo gastado, sucedía antes en el lienzo o  en
la realidad.

El proceso de corrupción de la imagen llegó hasta retratarla con el rostro
partido a la mitad. La pasión inicial producía en él un entusiasmo
creativo, casi febril. Pero llegado el momento, esa misma pintura, la
sustituía  por la daga con que habría de destruirla.

Entre sus posesiones, evidentemente, un armario saturado de zapatos de
mujer; tallas y colores a escoger.

Hacer un hijo en una mujer era -en sus palabras- la forma de matar los
sentimientos que pudieran existir. Venía la urgente necesidad de liberarse.

Como la serpiente que muda, dejaba su piel vieja detrás -Olga- para
volcarse a una nueva vida en otros brazos sin volver la vista atrás. Mejor
que su memoria, era su facultad de olvido. Contradictorio, en conflicto
permanente consigo mismo y sumamente destructivo, pregonaba sus celos ya
que nadie podía merecer trato con una mujer que llevara su marca.

Y el tiempo que lo inmortaliza como enemigo de la ingenuidad, como un
caníbal.

“El arte no es casto. Se debe prohibir a los inocentes”, repitió hasta
cansarse.

Amante infatigable de la mujer, gran vividor. Hombre mito casi esfinge. Y
lo que se acerca a un mito, aun en episódica relación, se quema. Y se
calcina en dicha. Dicha que se volvió suicidio una y otra vez.

Uno, por cada mujer que amó en sus noventa y dos años de vida

La anterior, por nombrar solo a otra, se pegó un tiro en la sien; Olga
prefirió el marco de la Costa Azul para ahorcarse en el garage de su casa.
Ahí terminó esa dicha lumbre junto a Pablo. Él era Pablo. Y era Picasso.
Así era amarlo...




 Irma Zermeño