Tanto he
querido escapar que ahora ya soy parte de mi propia sombra. Esa que se asoma
acechando las peores pesadillas, esos luminosos sueños que se deshacen en nuestras alas caídas cada vez más.
No tiene
sentido. Todo tomaría rumbo de empezar
por el principio, pero no es nada fácil. Todo empieza, como siempre con ella. Una ella que nunca supe
tocar sin romper, o besar sin comerla a besos. Una ella que me retaba con la
mirada cantándome el “nunca” mientras bebía de mi sangre como
si de eso dependiera su vida.
Sí... mi sangre. No con esa mierda de
vampiros que se puso de moda entre los adolescentes, tampoco con toda la
parafernalia draconiana de la tradición Europea. Ella bebiendo de mi sangre,
porque no le es suficiente que la habite
desesperadamente, con cuerpo, alma y mente. Porque si pudiera me comería. Ella. Mi hermosa “ella” del deseo permanente que me pierde entre sus uñas rojas y el andar de sus afilados
tacones, bebiéndome.
La ella de mi
sombra. La ella que evitó mi muerte tantas
veces, traicionando su cuerpo al entregarlo al mío. La ella, de quien, por cierto, también quiero escapar. Con las
sombras eso pasa. Te tienden trampas.
Normalmente te enamoras de ellas a través de los matices, las texturas... y la luz. Cuando la sombra ha crecido lo suficiente en
ti, ya es demasiado tarde. Ya eres carne y hueso, y mirada y promesa; casi
siempre mentira. Allí las luces ya no son,
y sólo quedas tú, o la sombra de lo que fuiste.
No estaba
consciente de todo el daño. Al menos no hasta
ahora. Aún podría, o debería tener oportunidad de escapar. Quizás, antes de perder completamente la dimensión del yo, de olvidarme que aún era un individuo, y que las obtusas luces
de fuera no deberían dimensionarme y
darme realidad. Sé que se avecina una
decisión.
Entra un poco
de luz por aquella rendija. Me he acostumbrado a ver embelesado los raquíticos rayos del sol que se cuelan a mi
penumbra. Siempre, quizás sólo por tradición, les temo un poco. No dejo que me toquen. Quizás imagino que me volverán cenizas, como los románticos antiguos de mis antepasados
aseguraban que pasaba, tal vez simplemente temo averiguar si las leyendas de antaño son ciertas. En mi condición, es una crueldad infinita dejarme aquí, imagino que esa era la intención inicial del enemigo. No tengo manera de saberlo. Asumo que mis
captores, todos, murieron el día que se abrieron las entrañas de la tierra. No he vuelto a escucharlos gemir de miedo tras
las paredes, ni he olfateado el desagradable olor que de ellos se desprende. Se
fueron dejando un paradisiaco vacío donde antes reptaba su humanidad.
Imagino que
debo creer que ya estoy solo. Que me dejaron aquí por eternidades, para que un día muera, o por aburrimiento, decida retar a la luz y a las sombras
de una buena vez.
Sonará masoquista, pero ya no lo veo como un gran castigo. He
aprendido a conocer cada rincón de este viejo pozo.
Agradezco cada grieta, cada pequeña piedra saliente de la pared, que, aunque mohosa y verde, me
refugia de la luz y el calor de mi superstición mayor.
No supe bien
cuándo me convertí en sombra. Cuándo dejé de ambicionar su
sangre cuando sentía sus labios y
dientes hincarse en mi carne. Cuándo olvidé que las ratas,
perros, insectos, y los hombres y
mujeres tienen las mismas propiedades alimenticias para alguien de mi condición.
Aún, irónicamente, quiero escapar. Nada lo hace tan real como saberme
sombra, más que luz.
La última vez que la vi, se quedó clavada en la memoria. Ella, como todas
las pasiones que me rebelan ante la muerte, era un mal necesario. Por alguna razón, el universo requería recordarme que seguía vivo... o pseudo-muerto, o como quiera que pueda llamársele a este limbo donde habito.
Ella fue la
primera que me llamó monstruo. Lo hizo la
primera vez que nos volvimos uno. Sé que su miedo era más por lo que se convertía en mis brazos, a lo que yo soy en realidad. Yo era un monstruo
por mi capacidad de transformarla en esa atrocidad que se fundía conmigo. Si tuviera un poco de decencia o
moralidad, también yo me aterraría de la manera descarada en la que volvíamos al alma animal y nos fusionábamos violenta e impacientemente. Dejando sus alas, su luz,
su Dios, y toda su maldita religión en ridículo. Eso es
demasiado para un ángel al que le fue
negado el libre albedrío.
Su luz me
atrajo como mosca a la miel. Fue esa misma luz inmaculada que me volvió sombra.
Y como sombra, penetré sus recovecos,
haciendo de ella mi casa, mi puta, mi ciudad, mi cantina y mi abrevadero. La
sed, a partir de ella, no se sació jamás. Mis captores “la amaban”, creían librarla de un infierno y lo que
hicieron fue condenar su pesadilla. Ella no supo dejarme ya. Arrasó con las entrañas de la tierra, pero no supo dejarme, ni beberme todos los días y noches de su muerte. Su luz se fue
apagando cada día más. Hasta que de ella no quedó nada, más que mi sombra.
Hoy puedo
escapar. Ha habido otro violento temblor en las entrañas de la tierra, la lava ardiente ha vuelto aparecer en los
rincones del pozo. Se ha formado un túnel con una escalinata posible, con mucha imaginación. Si soy paciente, y espero, y calculo
bien las horas para evitar los rayos infinitos de fuego, podré salir de aquí. No sé qué mundo queda allá afuera. Llevo demasiado tiempo encerrado en el centro de la
tierra. Me pregunto si más allá de este lugar, habrá más sombras, como yo, esperando conocer este “nuevo mundo”.
Pronto lo sabré.
A veces como esta noche que retozarás en ella, no me existo.
O como en la madrugada que me supones en él, me enamoro de lo que fuimos.
A veces me creo que somos historias inconclusas e imperfectas.