¡Eres libre!‑ te
dije. Solté tus alas y me despedí por última vez de tu plumaje mágico. Tus
heridas ya habían sanado; ahora podías volar contra el viento, regresar a donde
pertenecías.
Alzaste la cara y emprendiste el
vuelo.
‑iSoy libre!‑ parecían gritar
tus movimientos en el aire. Tu alegría era ligera. Admiraba tu agilidad al atravesar el cielo. Tus alas se plegaban
con precisión y planeabas como nunca antes lo habías hecho.
Me
sentía feliz por ti, pero por alguna razón, un sentimiento amargo crecía, y
entre más alto volabas, más me reprochaba mi estupidez.
Te conocí sano. Tu
plumaje multicolor me cautivó mucho antes de tu accidente. Te quería libre. Me
bastaba observarte volar: jugar con las nubes y burlar el viento con tus
maniobras. Escuchaba tu canto como quien escucha el imperceptible sonido de la hierba. Era parte de mi
naturaleza, formabas parte única de mi forma de existir.
Un día ya no observé tu vuelo y
el sonido de tu canto le faltó a mi mundo. El silencio me ahogaba, y tu -no
presencia- se hizo evidente.
Te habías ido. Mi
asombro dio paso a un desesperado deseo de encontrarte. Tú no eras capaz de
haber abandonado mis paisajes por tu voluntad. Quizás algo te había pasado:
necesitabas mi ayuda.
En poco tiempo comprendí lo que
había sucedido. Te encontré mal herido en los arbustos del bosque, tus alas
sangraban y sufrías calladamente. Para ayudarte acerqué mis manos. Te estremeciste,
intentaste alejarle de mi
contacto, pero estabas demasiado débil. Entonces, creyéndote mortalmente
atrapado, me atacaste furiosamente. Tu fuerte pico y tus garras rasgaron mis
manos, pero no te solté.
Ya
en casa te coloqué en una jaula. Limpié tus heridas y me dediqué a cuidar de
ti. Sin tu libertad tu magia no me envolvía: no podías volar y no cantabas.
Tu psicología de animal atrapado
te obligaba a odiarme. Siempre que me acercaba a ti para alimentarte o revisar
tus alas, rechazabas con desprecio y orgullo mi cercanía. Varias veces
desgarraste viejas llagas que ya habían cerrado. Me lastimabas, lo sabías pero
era más importante eso, que agradecer mi
ayuda. Yo comencé a odiarte. No comprendía porqué a pesar de tu agresivo
rechazo, yo insistía en cuidarte. Después de un tiempo curaste. Conforme
sanabas, tu odio disminuía y yo volvía a ver la magia de tu plumaje, de tu
canto…
Cuando te ví lo
suficientemente fuerte, decidí regresarte a tu medio. La jaula no estaba hecha
para ti. Mis manos aún tenían cicatrices, pero ya las heridas habían cerrado,
tu mágico encanto me hizo olvidar todo rencor, todo odio.
Dócilmente te dejaste tocar. Tu cabeza rozó
con mis dedos como respondiendo a mi caricia. Y segundos antes de que te
soltara, me miraste. Nunca olvidaré esos ojos, ni la cantidad de sentimientos
que ellos me gritaban.
‑Adiós ‑ me decían.‑ Te quise.
‑¡Eres
libre‑ grité con furia y te vi volar veloz, sabiendo que tus paisajes
cambiarían. El silencio de mi naturaleza no volvería a escuchar tu canto, y aunque
quisiera, ya no te vería surcar los aires.
Estaba feliz por ti. Pero me dolía saber que
estarías mejor lejos de mí. Yo no podría. Te extrañaré siempre.
Eres
libre‑ pensé‑ ¡Y miré con reproche tus alas en el horizonte!